Patricia Karina Vergara Sánchez
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Si he nacido con vulva, se me asigna el sexo femenino. Lo que, entre otras cosas, quiere decir que la formula cultural en la que habito, prospecta sobre mi cuerpo que en la edad adulta deberá ser delgado, cintura pequeña, caderas redondas, senos y nalgas definidos, piernas torneadas y, en general, que responda a las consignas estéticas mediáticas de hoy.
Pero, ¿De verdad es así el cuerpo femenino?
A primera vista todas las sujetas con este sexo, en efecto, tenemos senos, nalgas, vulva, cintura; pero, estos rasgos y sus formas naturales son tan variables como varía el número de sujetas existentes. Por ejemplo, ocurre muy frecuentemente, que mi cuerpo no se ha enterado de las sentencias que sobre él pesan y que cuando se desarrolle me convierta en una adulta de brazos o piernas demasiado musculosos; de estatura o peso mayor que el promedio; más fuerte que los hombres que me rodean; mi abdomen puede ser prominente, mis senos pequeños o inexistentes; o, simplemente, con alguna o algunas características que no corresponden al supuesto esperado. Entonces recibiré, seguramente, escarnio y señalamiento tanto en lo público como en lo privado. “Vieja fodonga”, “Gorda”, “Machorra”, “Plana”, por mencionar lo menos.
Se convierte así el cuerpo femenino en un instrumento moldeable, cuya función impuesta de agrado al otro no debe ser rota, bajo amenaza de padecer el estigma. Sin embargo, rara vez ocurre que todas correspondamos al modelo designado. La alimentación, el ejercicio o falta de él, los genes, el medio ambiente, la salud: nos someten -también- a sus propias tiranías, y a partir de ellas y de nuestra historia de vida es construido y, al mismo tiempo, construimos nuestro cuerpo.
Por supuesto que hay algunas, las menos, las de cuerpo lindo que arrebatan, queriéndolo o no, silbidos de varones, las que son lo que se esperaría que fuesen; y son así por accidente y atributos de la naturaleza o porque se alimentan en forma sana, porque hacen ejercicios que deforman su cuerpo hacia lo deseable, o porque su actividad cotidiana les mantiene en un gasto de calorías y metabolismo que les ayudan a responder a dicho prototipo.
Hay otras, a las que la insatisfacción de no ser lo que socialmente es redituable las ha arrojado a alguna de esas torturas de lujosa Edad Media en donde se toma un cuerpo de mujer y se le amputa o implanta sustancias extrañas para quitarle costillas, grasa, senos, cadera, arrugas. Para agregarle senos, labios, nalgas o lo que se les pueda ocurrir. Y, si resulta que el modelito no es suficiente, la tortura se puede consumar de nuevo. Aunque también existen fajas, dietas, jabones, cremas y el sin número definido de maquiladores e igualadores estéticos a los que se someten. La salud o resistencia del cuerpo no importan. Lo que importa es cuán semejante a la norma resulte.
Un tercer grupo, que está en intercambio constante con el anterior, es el del otro cuerpo. El que no se quiere ver, ni en el propio espejo. El que no aparece ni en los espectaculares del periférico, ni en la TV, ni se describe en los cuentos como propiedad de la princesa encantada. El de las madres de familia que habitan en la calle donde vivo, el de la señora que vende tamales todas las mañanas. Es el que tiene 10, 15, 20 kilos de peso extras. Es el de mi amiga que por más que come no puede subir de los cuarenta kilos; el de mi otra amiga que no tiene glándulas mamarías; la que tiene caderas muy anchas; la que después del parto todavía no se ha recuperado; la que come por depresión, la que no come por depresión, las que nos llamamos gordas pero sanas, gordas pero felices, las que...la que... y haciendo cuentas, en este grupo caben, cabemos, más mujeres que en los dos anteriores y, haciendo recuentos, en este grupo absolutamente todas hemos sido de una u otra forma sancionadas por la comunidad circundante o, incluso, autocensuradas por la forma y consistencia de nuestros cuerpos. Y haciendo reconocimientos, y sin disimular las envidias, cómo da rabia no ser la bella de la historia. Por ejemplo, a la que le dan el empleo sin mirar el currículum, la que arrebata la mirada de la persona que nos acompaña, la que llama primero la atención, a la que atiende primero el gerente del banco.
Entonces, ¿El cuerpo femenino es ESO moldeable, utilizable y valorable en función a su silueta? ¿Sólo es esa cuestión de senos y nalgas y la forma en que ha de ser mirado por los otros?
Entonces, desde que nacemos, ¿El cuerpo femenino no es propiedad de las sujetas si no de lo que culturalmente se hace y, a su vez, lo que ellas hacen con su cuerpos para responder a esas expectativas?
Es aquí en donde me atrevo a convocar otro cuerpo. Ese, el todavía menos visible. El que tampoco aparece en los medios ni en los cuentos de hadas y si se le nombra es en voz baja o a gritos para denostarle y sin embargo...
- Cuando era niña mi madre decía que no jugase con piedras ni tierra porque se harían toscas mis manos-
- Decía mi abuela que no subiese a los árboles porque los brazos se me harían musculosos... como de hombre-.
- Que escalar era algo muy peligroso para las jovencitas-.
- Que no nadara o mi espalda se haría enorme, como la de los hombres-.
- Que no corriera, que no jugara fut-.
- Que no cargara esas cajas-hierros-bultos-piedras o me pondría toda fuerte y fea-.
- Que esos ejercicios-oficios-empleos no eran para mujeres-.
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Pese a las advertencias, ellas jugaron con piedras, subieron árboles, escalaron, nadaron, corrieron, cargaron, construyeron casas, arreglaron autos, tallaron madera e hicieron todas esas cosas que no eran para mujeres. Muchas veces fue por la apremiante necesidad económica, otras por gusto y algunas por reto, nada más. Efectivamente, sus manos se hicieron toscas, sus piernas robustas, sus brazos musculosos, o sus espaldas amplias y, en general, sus cuerpos fuertes.
Deportista o cargadora de bultos; obrera o albañila, cualquiera que sea el oficio o historia de vida que haya construido el cuerpo robusto, grande, no responde, ciertamente, al estándar que solicita el concurso Miss Universo, pero sus cuerpos son extraordinarios. No gráciles, ni manipulables, no vulnerables, ni frágiles y delgados. Y dicen tanto.
Dicen, por ejemplo, que la fuerza o la debilidad no tienen que ver con el sexo, si no con los cuerpos que alcanzan o no su desarrollo pleno.
Dicen, también, que belleza no es la cintura de avispa, ni la dieta mantenida desde pequeñas, ni languidecer únicamente jugando a las muñecas en donde el sol no oscurezca la piel.
Enseñan, y así quiero aprenderlo, que el cuerpo que puede corresponder al sexo femenino, no únicamente es aquel atrofiado por el molde de feminidad occidental.
Demuestran que el cuerpo del sexo femenino, puede ser, también, el que se estimula y ejercita, que se reta y esfuerza, aquel que se convierte en una escultura de fuerza y capacidad y que, además, no existen modelos a seguir porque cada cuerpo responde en distinta forma.
Y la maravilla, entonces, es que si bien la naturaleza nos dio características comunes a la mayoría de nosotras, éstas no tienen obligatoriamente que ser sometidas y modeladas al sueño lúbrico patriarcal, que existen otras maneras de construir nuestro propio cuerpo, modos que también son sanos y que también son modos de hermosura. Que existe otra forma y otras formas en que mi cuerpo es. En fin, que el cuerpo femenino puede ser, también, un cuerpo que hable de poder.